“Ni madres, ni transexuales, los concursos de belleza deberían acabarse”

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Por | Gina Rojas

Un metro alrededor de tu cintura, tu imagen en el espejo de decepción y sorpresa. Una voz en tu cabeza: “eres gorda, estás delgada, te ves enferma. No sirves para eso, eres muy joven, eres muy vieja. Tienes prohibido ser mamá, arruinarás tu cuerpo. No tienes derecho a sentir, ni a decidir, naces mujer y eres admitida. No tienes los estándares de belleza, pasas desapercibida. Compórtate, párate, siéntate, no abras las piernas, eres ejemplo del “deber ser” en la sociedad. Tienes todo o nada para ser reina o princesa”.

Desde niñas nos han dicho cómo comportarnos, cómo vestirnos de rosa, cómo no parecer ‘machos’, cómo vernos “lindas”, cómo llegar a ser princesas, saludar, sonreír, caminar, aparentar belleza y encajar, así en el camino perdamos nuestra esencia. La manipulación de las masas ha ido desde el patriarcado en todos los rincones de la sociedad hasta la publicidad de los medios de comunicación. Las luchas de mujeres han tratado de acallar esas voces que nos destrozan y dominan, pero el consumismo y mercantilismo han permitido que la cultura del deber ser siga siendo parte de nuestro arraigo cultural.

Los concursos de belleza son parte de esas extensas “tradiciones”, si es que se les puede llamar así, que permiten que la situación siga siendo la misma a pesar de los años de evolución. Estos certámenes han ido de polémica en polémica desde 1920 cuando el dueño del hotel Monticello en Atlantic City (Estados Unidos) reunió un grupo de hombres empresarios y otros propietarios de periódicos para que 350 muchachas vírgenes y bonitas compitieran por un premio.

Para esa fecha, las mujeres empezaban a afianzar su presencia como actores políticos en la sociedad y consiguieron el derecho al voto en EEUU, por lo que las voces de las feministas menguaron su auge. La cancelación de los concursos y la disminución de los mismos no duraron mucho, contrario a eso se han mantenido y proliferado, pues el negocio de ganar dinero a través de la imagen y el estatus de las mujeres, ha sido mayor a la vergüenza de la mercantilización de los cuerpos.

“Violencia simbólica de género y cosificación de la mujer, que a través de estereotipos, mensajes valores, íconos o signos transmite y reproduce la dominación desigualdad y discriminación en relaciones sociales, naturalizando la subordinación de la mujer en la sociedad”, debería ser la definición real de los concursos de belleza.

Los daños que provocan, son mayores a las ventajas sociales, pero el debate no gira entorno a eso. Gira, como ha pasado en los últimos días, a polémicas como la de Ángela Ponce, miss España transexual que representará a su país en Miss Universo 2018. Sí es repudiable que se ataque a Ponce, que se señale, que se diga que no es posible su participación y que mujeres como Valeria Morales, señorita Colombia, se presten para insultos.

Pero la discusión no es si transexuales, mujeres casadas o madres, participan, sino la distorsión de imagen del cuerpo, de apariencia y de lo que debe ser en la sociedad genera en las mujeres los reinados. El cómo los estereotipos siguen estando presentes y refuerzan una idea de mujer que no existe, provocando bullying en quienes no cumplen estos lineamientos. Lo que genera psicológicamente a las mujeres este tipo de eventos aprobados en estados en donde supuestamente se lucha por equidad, igualdad y eliminación de todos los tipos de violencia hacia las mujeres.

“Las feministas teorizamos que en una sociedad patriarcal, mientras más espacio ocupan las mujeres en la palestra pública (en las universidades, en la política, en el mercado laboral) más diminutas tienen que ser físicamente. A medida que las mujeres ganan más derechos sociales y políticos, más delgada se vuelve la estética idealizada que nos vende el patriarcado”, Raquel Rosario Sánchez, escritora dominicana.

Dicho esto y como dijo una gran amiga, que aunque niega ser feminista lo practica, “Ni madres, ni transexuales, los concursos de belleza deberían acabarse”.

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