Colombia necesita de un discurso que la sacuda de sus propios engaños y vacíos

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“Las ideas son las que gobiernan al mundo; así como la palabra es la que mueve la historia”. Estas dos expresiones no son en sí ninguna novedad. Podría decirse que son apenas frases grandilocuentes; que a lo mejor, son salidas verbales de algún académico o tal vez de algún politólogo con aires de estadista.

Dígase lo que se quiera, son expresiones que merecen algún grado de atención y aún de análisis; más en tiempos como los actuales, cuando encontramos que en el manejo del mundo y sus circunstancias, no es que brille el discurso, no es que se le dé mayor juego a las ideas; a sabiendas de que políticas y sistemas, si no son el reflejo mismo de ideas, serán apenas un juego de intereses creados o sostenidos.

Estamos mal en asuntos de “discursos”, si todo se reduce a simples diagnósticos, a descripciones de realidades existentes, a la entrega esquemática de datos, al montaje y resultados de encuestas, como en una frialdad que más parece de hombres deshumanizados.

Si las ideas no cuentan, como el gran porqué de las actitudes, es porque ya no existe la capacidad de reacción; entonces es porque hay pobreza de principios, de convicciones de las que puedan llevar al gran concepto de gobernar: no para dar la impresión de que se es Estado, sino para tornar lo estatal en garantía de respuesta y de justicia para lo global de una población, más si su mayorías se ven ante futuros inciertos.

Si la palabra que se desprende de políticas y sistemas no alcanza a encerrar un mínimo de vibración, para dar a entender que se está actuando desde las perspectivas de los sectores más vulnerables, tampoco habrá ideas que hagan pensar que algo “está cambiando”. Y si la Historia no se rige por algún sentido de cambio, se experimentará por fuerza el gran fenómeno de vacío, no solo en “gobernantes”, sino lo que es peor, en “gobernados”.

Hoy podrá creerse que los caudillos fueron de otras épocas; que los conductores de masas humanas ya no tienen mayor vigencia; que el lenguaje de tesis desafiantes, impactantes, capaces de estremecer y hasta de hacer pensar, en fin que todo el juego de las ideas, de la palabra puede quedar reservado a lo sumo a ciertos ambientes de academia. En el fondo es situación de vacío en una sociedad que ha llegado al extremo de alimentarse de diagnósticos, de datos fríos, de resultados de encuestas, en fin, de evasivas para afrontar realidades y de incapacidad histórica para crear signos de vida, desde el Estado, desde los gobiernos, desde las políticas.

Hace falta que la plaza pública, vuelva a ser tribuna libre, no de falsos “protagonistas” de una Historia impuesta, sino de hombres que desde las ideas, estén en capacidad de asumir el gran desafío: el de demostrar que todo ha quedado reducido a simples “triunfalismos”, sin que se haya intentado siquiera colocarse en la sicología de las masas populares, para ir más allá de la simple palabrería y de las vehemencias temperamentales, en un país de tanto alienamiento, de tanto trascurrir en medio de sus propios  engaños, allá en sus clases populares, que ni siquiera encuentran el lenguaje de “caudillos” y menos aún el poder de la palabra, para reaccionar desde ella, para verse interpretada en sus ansiedades.

Cuando en una sociedad, la palabra es reemplazada por un sentimiento, aunque justo, por un anhelo, por un espectáculo mediático, el concepto de paz queda reducido al mero agitar de banderas y pañuelos blancos, lo cual, es ya el síntoma de una “Patria Boba” y que es el letargo mismo de la propia historia.

 

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