La viejita, el viejito Manuel y una posdata

Foto | quebecmnemosine.blogspot.com
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  1. La viejita

A la viejita la vi en la pandemia. ¿Recuerdan esos años? La mayoría de los muertos fueron ancianos. Los medios arrojaban cifras que se quedaron instaladas en la memoria como tatuajes en el alma. Recuerdo un titular en especial: “Los ancianos componen el 95% de las muertes por COVID”, mientras las imágenes eran dantescas: médicos, enfermeras, hospitales, caos, llanto, angustia, desespero, resignación, burlas, tapabocas, cuerpos y cuerpos haciendo fila para el olvido, más burlas y más indiferencia, etc. En mi casa solo yo salía porque además protegíamos a una abuelita con todo el rigor posible, así como yo pedía que protegieran a mi abuelita. ¿Entienden? Esperaba que la divinidad la cuidara reconociendo que yo aquí cuidaba a otra viejita.

Por | Miyer Pineda.
Docente de ciencias sociales. Líder de la Cátedra Jaime Garzón y del proyecto Mnemósine: la memoria histórica, una pedagogía para la paz; proyecto ganador en el Foro Educativo Nacional 2017 y Proyecto nominado al Premio Compartir al Maestro. Premio Internacional de Poesía en Paralelo Cero 2022

Salía según el cronograma a hacer el mercado y a hacer lo esencial siguiendo estrictamente los protocolos; y era curioso porque al hacer mi recorrido, en cierta esquina, o, en ciertas calles, veía a la viejita con un abrigo roído por el tiempo, un gorro de lana y su carrito de mercado repleto de reciclaje. Pequeñita como era, se esforzaba mucho para alcanzar a asomarse y sacar lo que podía de las canecas de basura. Era una de esas personas al margen de la realidad; tenía que sobrevivir de alguna manera porque no iba a esperar a que el gobierno de Duque llegara a su casa con mercado; escribo Duque y lo recuerdo hablando sobre los Siete enanitos o vestido de policía, y me pregunto ¿cómo diablos caemos tan bajo a la hora de elegir a tipejos como ese, tan sólo porque sabía cuántos crocs tenía el amo?

La viejita era una de tantas que andaban por las calles en busca de alimento y ayuda. Afuera de los almacenes, mientras cientos de personas llevaban bolsas y bolsas de mercado, ancianos, niños, mujeres y perros que no tenían recursos, esperaban a que alguien les diera una limosna. Mientras, el derroche del gobierno era inclemente, vergonzoso.

Luego, la viejita llevaba su carrito con todas sus fuerzas a vender lo que alcanzaba a recoger, y con eso, a algún almacén o tienda a comprar para sobrevivir. En una de esas salidas alcancé a tomarle una foto a la viejita y la subí a mi blog, con un texto de José Luis González titulado La carta, en el que cuenta la historia de un migrante, quien, al fracasar en su búsqueda del sueño americano, termina volviéndose mendigo, y, ahora envía cartas a su madre en las que miente sobre su condición y le hace creer que le está yendo muy bien, porque al menos así, le quita esa preocupación a su madre y la llena de esperanza. También subí el poema de Raúl Gómez Jattin titulado El Dios que adora. Uno de esos poemas que de vez en cuando, y si la clase lo amerita, uno les lee a los estudiantes a ver si hay algún atisbo de humanidad en ese desierto que son los salones a veces. Les dejo el enlace por si quieren ver la foto, porque no falta el incrédulo:

https://quebecmnemosine.blogspot.com/2020/06/cuento-y-poema.html

  1. El viejito Manuel

Sobre el viejito Manuel ya había escrito en otra oportunidad; es la mitad de un texto que escribí a propósito de tantas cosas, entre ellas, La muerte de Merlí. He decidido recordar esas palabras porque vi a su perrito Caramelo en una foto en Facebook, hace varias semanas. Estaba sentado en la calle esperando a su amo viejito. En la foto se le ve solito; al margen de la indiferencia de los habitantes de Duitama. Supuse que había muerto el anciano y que Caramelo había quedado solo en el mundo, pero hace unas semanas me encontré con el viejito y le pregunté por el perrito.

– Se murió. Dijo don Manuel sin darle trascendencia al asunto.

Pero antes de contar lo importante de ese encuentro, es necesario recordar cómo nos conocimos hace años en plena pandemia:

Los perros nos ven y nos ladran desde lejos. Los que yo llevo, olisquean el pasto en el camino sin alterarse por los ladridos a distancia. Desde que se acabaron las cátedras en la U, paseo perros; los excolegas se cambian de acera porque ver a un “eminente catedrático” convertido ahora en paseador de perros puede ser un asunto un tanto incómodo, y, además, el contacto, puede opacar la imagen de cualquier docente de eso que llaman ahora educación superior; por el contrario, algunos de mis exalumnos de la universidad me hacen bromas cuando los encuentro en la vía y me preguntan por los precios para que yo pueda pasear a sus mascotas; yo les prometo descuentos, por supuesto.

La carretera en la que hago el recorrido lleva a uno de los lugares turísticos de la ciudad; un pueblito creado de la nada para asombrar a los turistas. Sin embargo, uno toma el desvío de una calle alterna y destapada, y comienza a subir la ladera de una montaña. Así se elude el aburrimiento que provocan los viajeros y el tráfico de los habitantes del sector.

A unos veinte metros alcanzamos a los perros; ya no ladran; por el contrario, la pose furiosa da paso al silencio y ahora a la necesidad del reconocimiento; entre todos los perros comienzan a olerse, a percatarse de la especie. Escoltan a un anciano; sus ropas viejas y descoloridas y su esfuerzo por hacer que ese carrito con ruedas enormes y desiguales, trepe esa parte de la montaña, hacen que el camino se ponga gris y angustioso.

El viejo no se inmuta con nosotros. Es como si no quisiera gastar energía y dedicar toda su fuerza a la titánica tarea. Le pregunto que si necesita ayuda -lo que es obvio- pero me mira y no responde. Me le acerco; prácticamente lo hago a un lado y entre los dos empujamos el carro cuesta arriba. Está pesado. Veo alambres, latas de cerveza, cartón, reciclaje; cebolla larga y una bolsa de papas; quién sabe qué otras cosas habrá debajo de todo ese espectáculo de la pobreza, cuando el protagonista es una persona de la tercera edad, con sus perros; son cuatro animalitos que mueven la cola y juegan con los que llevo.

Ya comienzo a sudar y los perros se persiguen; pienso en la socialización de las pulgas (¿qué dirían los dueños? ¿Qué dirían mis estudiantes? ¿Qué pensarían los ilustres excolegas?). Ya casi en la cima empujamos con más fuerza, pero pareciera que esa curva aparente quisiera castigarnos; no nos arredramos y logramos llegar a lo plano. El viejo me mira; entiendo que quiere darme las gracias, pero no me dice nada.

Yo sigo empujando unos 200 metros más, hasta que llegamos a un punto en el que la vía se divide en dos: una que sube y otra que baja. Por supuesto –así es la vida- el viejo continúa por la que sube; así que empezamos a empujar otros 150 metros más. Chiflo para llamar a los perros que se fueron por la vía que baja; ya reconocen mi chiflido; llegan corriendo, felices.

Empujar el carro en una vía plana -entre dos- es fácil, a pesar de que las ruedas desgonzadas dieran la impresión de que el esqueleto que sostiene el armatoste podría derrumbarse en cualquier momento. Supongo que pienso esto para que mi conciencia quede tranquila; porque eso es lo que pasa por lo general, cuando ayudamos a alguien; lo hacemos para aliviar nuestra culpa por la situación en que se encuentran; como si la culpa fuera de nosotros; como si no se pagaran impuestos para que la sociedad combata la pobreza y dignifique, en este caso, la vejez. Pero la culpa está ahí, y no se va, aunque los culpables sean esa masa de políticos miserables que se roban la plata, la malgastan o la invierten mal.

Ayudar un poco nos permite decir que hicimos algo, así sea momentáneo; sin embargo, también pienso en que no conozco más allá la ruta, y el ascenso, nuevamente, comienza a agudizarse. Los perros me miran porque saben que hasta allí llega el paseo. Sé que hay más perros adelante, porque ladran con una furia inusitada. Los míos se adelantan al ver que no les hago la señal: siempre chiflo, ellos se regresan y volvemos a la zona urbana. Me da miedo que algún perro ataque a Toby o a Helga.

En el camino, una curva impide saber qué hay más allá; nunca he ido en los meses que he recorrido el lugar. Será la primera vez porque no puedo dejar de ayudar a este viejito silencioso con su carro. Todo el grupo de seis perritos de adelanta. Al tomar la curva, poco a poco, comienzo a ver que los perros que ladran con furia están encadenados, y que la vía se empina cada vez más. Hay lotes a los lados, vacas, casitas de campesinos, ranchos descuidados entre árboles frutales. Siento curiosidad por saber hasta dónde debe el anciano empujar ese carro, y me da pena por él, porque si no vive en algunos de los ranchos del sector, implica que tendrá que empujar una pendiente casi a un kilómetro de distancia; una subida igual -incluso peor- que la que acabamos de escalar; es una elipse de montaña que se pierde entre unos árboles. No puedo evitarlo y continúo esforzándome, sudando y preguntándole al viejo que en dónde vive; pero el viejo me mira unos segundos y no me dice nada.

Los perros juegan; se meten a los lotes aledaños y se persiguen. Nosotros seguimos empujando el carro. En la curva, en una zanja abierta por la lluvia, hay un colchón. ¿Qué clase de personas son capaces de traer un colchón hasta acá, y tirarlo en la vía para que alguien más se los recoja? A lo mejor el viejo quiera echarlo al carro –pienso-, y me preocupa, porque esos colchones son pesados. Pero no; seguimos empujando y yo siento ya un cansancio que marea. Acezamos, pero no nos detenemos.

Ya en la cima, al fin, recorremos unos treinta metros más, y veo que la vía se divide en dos. Una se desvía hacia la izquierda y se pierde en un descenso entre eucaliptos, y la otra, que va hacia la derecha, lleva a unos ranchitos modestos, con llantas y maderas como cercas, y perros, muchos perros (no dejo de pensar en la película de Alejandro González Iñarritu, escrita por Guillermo Arriaga, en donde suena Lucha de gigantes de Nacha Pop y que termina con la siguiente dedicatoria: “A Luciano, porque también somos, lo que hemos perdido”).

En las orillas de los ranchos, canecas plásticas enormes, azules, en las calles destapadas. Supongo que son para recoger agua. Al llegar al cruce, el viejo se detiene. Yo sudo y chiflo para que los perros vengan a mi lado. Comprendo que hasta aquí me dejará ayudarlo. El viejo gira a la derecha y se va solo, con sus perros. Supongo que ha de vivir en alguna de esas casas porque afuera de ellas, hay reciclaje. Me regreso limpiando mi sudor con la manga y los perros furiosos de los ranchos corren, dando la impresión de que van a zafarse o a romper sus cadenas para destrozarnos.

Durante el descenso, Helga y Toby se meten en un lote y corren; ya cae la noche y eso me preocupa; tantos perros rabiosos amarrados no es buena señal; por algo las personas desconfían. Por algo empeñan su alma al demonio al esclavizar a los perritos. En la curva, en uno de los árboles, me da la impresión de que hay una pequeña lechuza; saldrá a cazar más tarde pequeños roedores de campo, supongo. El colchón sigue ahí y yo acelero el paso. No sé por qué, pero comienzo a pensar en mis exalumnos. Si me hubieran visto empujando el carro ¿qué dirían? ¿Saludarían al menos? Si preguntaran, respondería que le va mejor a una persona cuidando perros y haciendo reciclaje que como catedrático en la U. Diría que el viejo es mi padre o mi abuelo, y cuando ese carrito pase cerca al campus, dirían, ese es el padre o el abuelo del profe.

¿Tendrá salud el viejo? ¿Por qué una persona de la tercera edad, en este país, tiene que someterse a condiciones tan precarias, en lugar de estar en su casa, leyendo o viendo tv con su familia? ¿Cuántos kilómetros al día se recorre el viejo, y cuánto dinero le pagarán por lo que recoge? ¿En este momento habrá algún trapo rojo en las maderas de su rancho? ¿Cómo será su dieta? ¿Qué pensará de la vida, del Estado, de los políticos? ¿Qué pensará de la cantidad de miles de millones que se van en guerra y en corrupción? ¿Y si en lugar de matarnos, dedicáramos un porcentaje de esa fortuna, a llevar el Estado a quienes nunca lo han sentido, más que como la bota que los aplasta?

Colombia es una sociedad que se acomoda a cualquier circunstancia, y en el que la élite vive bien, parasitando la guerra y el presupuesto público, mientras la clases media y baja, se acostumbraron a sobrevivir, apenas. Colombia es ese país en el que aquellos que se atrevan a pensar y a señalar la injusticia y la desigualdad, serán estigmatizados, se los llamará mamertos, izquierdosos, terroristas de civil, etc., y serán amenazados, silenciados, perseguidos.

¿Cuántos ancianos estarán en la misma situación? ¿Cuántos colombianos estarán en la misma situación?

Ya cerca al pueblito le pongo los collares a los perros; desde la montaña se ve el lujo, la imagen que proyectan personas que viven bien, que comen bien, que no empujan carros de basura; que no han tenido que huir de sus tierras escapando de la mano asesina del despojo; que no han visto al dios de la muerte a los ojos, haciéndoles sentir que no son nada, nadie, y que sólo valen lo que disponen los amos de la muerte, aquellos que manejan los medios y patrocinan músicas estúpidas, para anestesiar nuestras mentes. Recuerdo a Susan Sontag: “Dondequiera que la gente se sienta segura… sentirá indiferencia”.

¿Y la U qué, en este escenario? ¿Solo clasecitas magistrales? ¿La escuela qué tiene que decir frente a esas realidades que queremos esconder o que nunca han importado? ¿Hasta qué punto los docentes asumimos la función de pensar el país que nos tocó? ¿Hablamos del hambre en nuestras clases? ¿Hacemos algo más que llenar formatos que se archivan y que no sirven para nada? ¿Seguimos considerando el aula como una pasarela? ¿Vamos más allá de la absurda reunión que habría podido ser un correo electrónico? ¿Y los estudiantes qué? ¿Ya están listos para seguir votando por los parásitos de siempre? Pantallizados y con los pulgares más rápidos del oeste, ¿intentarán comprender el país que les espera? ¿Palabras como sueños, proyecto de vida o compasión, les dirán algo? ¿Se habla de la compasión en las aulas? O ¿en un país de rezanderos fanáticos, la esencia de la fe es de mamertos?… “La compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita” dice Sontag, y es probable que esas palabras, con el tiempo, ya no nos digan nada, así como el viejo de la montaña, para quien las palabras sobran porque ya no se necesitan, estorban.

Los perros acezan porque el recorrido de hoy fue más largo. Los dejo en su casa y me despido porque

tengo clase con Merlí…

  1. La posdata

Ya tiene otros perros don Manuel; algo les pasó a los que tenía; y Caramelo también se fue; sólo queda esa imagen, esa foto en ese océano de aburrimiento que es Facebook. Me alegra el encuentro con el viejo. Descansa de su rutina un rato junto a mí y conversamos. Le pregunto por su edad; me dice que tiene más de 80 años. Le pregunto por las ganancias del día:

-A veces 2 mil, a veces 5 mil, a veces 8 mil pesos.

Vivimos en un país gracioso, estúpidamente gracioso y cínico. Dicen por ahí que un senador se gana al mes $43.418.537, sin contar con otros dineros que reciben. En promedio, don Manuel se gana al mes $ 150.000 mientras que un senador se gana 289 veces más que lo que se gana este viejito con la fuerza que le queda en su cuerpo y en sus manos. ¿Qué se puede comprar con $150.000 al mes? ¿Cuántas proteínas, vitaminas, minerales? Un senador tiene al día $1.447.284 para comer bien, pagar buenos médicos, vivir… mientras gente como don Manuel apenas sobrevive. Es probable que un senador con ese salario pueda enviar a sus hijos a la universidad y darles lo suficiente para que no aguanten hambre, y esos hijos, seguramente, aprenderán de sus padres a ser mezquinos e indolentes con los mortales.

Lo más triste de este asunto es que al fin llega un gobierno que intenta hacer algo y darles una pensión a estos millones de viejitos, pero, adivinen, hay una manada de honorables senadores, quienes no tienen ni idea de lo que es el hambre, y se han propuesto bloquear todas las reformas. ¡Qué nivel el de estas caricaturas horrendas! Y cuando no son los senadores, son los magistrados ninguneando el mandato popular como intentan hacer con el alcalde de Duitama, feriando la justicia al mejor postor (narco o corrupto, por lo general). Asistimos al desmantelamiento de la democracia, mientras se mueren los perros y se mueren los viejos convencidos de que nacer en este país, es una desgracia.

Lo que ha sucedido con el alcalde de Duitama es vergonzoso y aterrador; ese fallo lleno de errores e incoherencias es evidencia de que hay cosas podridas; ¿tan desesperados están por la plata de la ciudad que la ignorancia se eleva por encima de la esencia de la democracia? ¿Están tan endeudados los patrocinadores de este circo? ¿La corrupción es una máquina que no puede detenerse al menos un mandato? ¿En manos de quién está la justicia? Ojalá el Consejo de Estado ponga fin a esta farsa y se proponga enviar un mensaje al país: La democracia, -el mandato popular- está por encima de minucias e incoherencias utilizadas solo para seguirse robando la ciudad. El Polo Democrático hace parte del Pacto Histórico, en ese espectro la interpretación de la ley debe ceñirse a la voluntad del pueblo. José Luis Bohórquez fue elegido en democracia, y eso tiene que respetarse por encima de las amañadas y sospechosas interpretaciones a la ley.

Mientras el senado como caricatura es un espejo de lo que hacen a su vez un buen número de magistrados, la viejita y el viejito se irán de este mundo esperando a que al fin llegue una generación de colombianos, dignos y honorables, dispuestos a enfrentar la pobreza y el hambre de tanto desamparado en esta tierra en la que tuvieron la poca fortuna de nacer. Ahí nos vemos.

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