Los sabores de la vida

joven editor y escritor colombiano Karim Ganem Maloof. Foto | Vía meer.com
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A la memoria de Karim Ganem Maloof

Por | Álvaro Neil Franco Zambrano

El libro de crónicas y ensayos culinarios Calor residual, del barranquillero- san andresano de origen libanés, Karim Ganem Maloof, viene con un lomo donde reposan ocho estrellas de mar más negras que la noche,  unas guardas azules que de inmediato me hicieron pensar en los siete colores del mar Caribe que abraza la isla de San Andrés y una olla azul donde se cocina el Bocachico en cabrito que deleita el paladar de quienes viven y visitan la luna de arena que alumbra Barranquilla. El azul de las guardas se va diluyendo en el blanco característico de La vida láctea, donde gira como un satélite perdido el sabor inconfundible del queso Shanklish.

El libro fue publicado, en el 2023, por la editorial Hammbre de Cultura, que es lo que a uno más le da después de viajar por los platos ancestrales compartidos por Maloof en este libro aderezado con yerba de monte. El mismo hace parte de la colección Andanía, y  supongo que este nombre fue inspirado en los pasos dados por Maloof para encontrar el color de los sabores que impregnan de alegría sus crónicas y ensayos.

Su árbol del pan, me llevó de la mano hasta el paraíso perdido de la infancia, donde mi alma desfondada no paraba de comer corazones envueltos en chocolate y lenguas rociadas con azúcar. Donde mi imaginación y mi ocio de sapo -como dice Rimbaud-, por fin me concedieron el deseo de treparme a bajar la luz que ilumina la mesa de mi casa.

Por medio de su crónica, me enteré que, en San Andrés Islas, el pan también es una fruta, la cual crece en patios que desembocan en el mar. Y que este casi fruto del mar se prepara frito en tajadas que toman la forma de una medialuna, y que uno tiene la impresión de estar comiendo rayos cuando lo pasa por la boca. La frutapán es como la poesía, dice Maloof, pues es gracias al contraste entre la amargura   de su corazón y la dulzura de su pulpa como se intensifica su sabor. La frutapán, por ser de la isla, hace música, bien puede ser calypso o mento, cuando uno la está probando. La frutapán, según el autor, pega muy bien con el pescado, pero sobre todo con el hambre. Se puede comer “asada, hervida, con queso, en papilla”.

Las semillas del árbol de frutapán, agrega Maloof, son tan poderosas que lograron vencer a la pandemia y han sobrevivido a los dos huracanes que han pasado, últimamente, por la isla. Sus hojas parecen un mapa antiguo donde están escritos los secretos del sol y la brisa marina. El fruto semeja una pelota de tenis gigante y esponjosa que deja su huella en las tierras emergidas de esta isla con forma de loro prehistórico.

Su Basket pepper me conectó de inmediato con la salsa de Piper Pimienta, Edulfamid Molina Díaz, el oriundo de Puerto Tejada, que le dio sabor al Dile que no, al Enchufla sencilla, entre otros pasos característicos de la salsa. También me llevó hasta el patio solariego de mi casa materna donde mamá sembró una mata de ají chivato que parecía un arbolito de Navidad.

Lo que me gustó de esta crónica es que la historia de este ají se remonta a la época de Moisés, que fue cuando Dios se le apareció en forma de zarza ardiente al hombre que a duras penas pudo vislumbrar la que sería la Tierra Prometida. ¡Y es que el ají es pura candela!

Su forma de canasto  me transportó a los mercados populares donde mi tía abuela Lucrecia Franco compraba la yuca sata, que se daba en la  vereda El Amarillo. Mi tía abuela la metía en el rescoldo de la brasa y la acompañaba con ají chapulín, el cual nos incendiaba el cielo de la boca.

También me gustó el contraste que el autor hace entre el origen sagrado de este ají, cuyo sabor se abre como un juego pirotécnico en las escaleras al cielo que hacen sonar con desespero la campañilla de la boca, para después bajar a la lengua de fuego que reina en el infierno. “Martín llama a los suyos “chiles campana”, porque “pican al entrar y repican al salir”. Y es que para Maloof, cuando uno prueba este ají le da la impresión de estar en el paraíso, mordiendo la manzana de Eva, o en uno de los círculos del infierno que Dante le dedicó a los glotones de “empanada de cangrejo bañada en picante”.

Algunas particularidades, señaladas por Maloof, de esta clase de ají es que su semilla no prospera en el continente y en algunas islas como Jamaica lo llaman “scotch Bonnet, porque su figura les recuerda una boina escocesa”, “En Guyana lo apodan “bola de fuego”, tal vez por su apariencia de fantasma que se le aparece a los comensales convertido en una candelada de ira, pero después se va calmando hasta desaparecer  en los humedales de las lenguas de fuego.

En La vida láctea, Maloof, nos habla de un ángel blanco que por generaciones ha acompañado el vuelo de su árbol genealógico: “La receta ha pasado voz a voz por las mujeres de mi familia”. Todo es blanco en este ensayo sobre el universo de la leche cuajada libanesa: “Cuelo ese mar revuelto en un bolsa de algodón tejida por mi bisabuela”, hasta las manos de su bisabuela sitty Suad, las cuales han pasado toda una eternidad navegando en  un océano de leche. Hasta el sol se vuelve blanco de tanto alumbrar las lunas de los quesos que giran en el centro del patio, de esta casa materna a orillas del trópico. Y hasta el rostro de la madre de Maloof se parece al de un mimo cuando “se limpia la cara con el suero agrio que sobra tras fermentar el yogur”.

Para Maloof, la leche es una suerte de cascada que refrescó y fortaleció las relaciones entre las diferentes generaciones de su familia, después del desplazamiento forzado que los alejó de los robles sagrados donde está escrita la historia del Líbano. Estos árboles se caracterizan por dar a luz múltiples bellotas, con las cuales se puede preparar una harina tostada que reemplaza al café.

Maloof cita, con su humor característico de hombre caribeño, a Borges y a su compañero de letras encarnadas, Adolfo Bioy Casares, para referirse al paso que el labneh dio al mundo cambiante de la publicidad. Los dos escritores argentinos escribieron a cuatro manos un folleto publicitario con fórmulas caseras, que reza de la siguiente manera: La leche cuajada de La Martona. Estudio dietético sobre las leches ácidas.

En este recetario abundan citas y notas de pie de página, como siempre que se trata de Borges, de  origen apócrifo, cuyo principal propósito es alcanzar la inmortalidad a través del consumo de la leche cuajada. Bioy Casares remata con la siguiente máxima: “Quien tiene salud tiene esperanza y quien tiene esperanza tiene todo, dicen los árabes, esos musculosos halcones del desierto, pero ellos tienen detrás de la esperanza algo que lucha por su salud: la LECHE CUAJADA”. Tengo la impresión que todo esto ha sido inventado por el humor blanco de Maloof. Quien sospecha que la gastronomía de la leche cuajada (La Vía Láctea) debió nacer cuando un abogado francés hizo la siguiente comparación: “el descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella”. 

Lo que más me llamó la atención de la crónica titulada La receta de Víctor Simarra, es que otra vez la comida  está emparentada con la música, pues lo más seguro es que el bleo montuno crezca cuando Rafael Cassiani Casssiani interpreta El son del amanecer o Esta tierra no es mía. Que el arroz de bleo es elaborado a punta de imaginación y  leña; de ahí que sea tan bueno y tan apetecido. Además, es un plato que sabe mucho mejor cuando se come en compañía, sobre todo porque fue la comida que posibilitó la resistencia de los cimarrones de los Montes de María; cuando se come solo no sabe a nada. También me causó curiosidad la paradoja de su significado: “para los españoles el bleo siempre ha sido sinónimo de insignificancia”. Tal vez esta sea una de las razones por las cuales esta planta es tan difícil de encontrar; solo el ojo sensible de un poeta puede  presentir su camino: “Lo esencial es invisible a los ojos y solo podemos mirarlo con el corazón”, dice sabiamente Saint Exupéry.

El historiador Alfonso Cassiani, citado por Maloof, apunta que esta insignificancia dio como resultado que los palenqueros sintieran vergüenza cuando estaban degustando esta receta creada por los dioses Yorubas, pues sentían que estaban comiendo aire raspado y viento molido. Como la mujer de El coronel no tiene quien le escriba, que cocinaba piedras para que sus vecinos no se dieran cuenta que estaban aguantando hambre.

Para Maloof, el árbol  genealógico de esta mata salvaje se remonta al Amaranto, el cual me hizo acordar del libro Amaranta Porqué, de Nicolás Buenaventura Vidal, una niña afrocolombiana que pregunta por todo, para apropiarse del mundo. Como le sucedió a Maloof cuando comenzó a indagar por la ruta oculta o desaparecida que conduce al origen del bleo, una planta valiente que a pesar de ser despreciada por algunas culturas y azotada por el sol canicular del Caribe, se resiste al olvido.

La misma que le dio fuerza a  Pambelé cuando disputó el campeonato mundial de boxeo con Alfonso Peppermint Frazer (el sabor del guiso de bleo contra el olor de la menta). Ignoro si Pambelé también se enfrentó contra Pipino Cuevas, porque de ser así, me quedaría la tarea de empezar a buscar la relación entre la comida y los puños. Finalmente, esta crónica recibe su título, gracias a que Víctor Simarra logró innovar el destino del bleo: “Puede que los palenqueros vinieran comiendo arroz con bleo desde siempre. Pero el arroz con bleo es pura invención de Víctor Simarra”.

En La X marca el lugar: bitácora por los comedores de México, Maloof, que de malo no tiene nada, porque es muy buen escritor, nos da un paseo por los vocablos que dan origen a la gastronomía prehispánica del valle de los mexicas: (nopal, comal, quesadilla, ahuautle, huarache, chile, totopo, chapulines, pibil, huauzontles y epazote. Para mayor claridad, sugiero consultar la tacopedia propuesta por Maloof), la cual está conectada, no sé si a través de las chinampas, con la riqueza de su mitología.

Por ser de carácter exótico; la comida de los aztecas y los mayas, me trae a la memoria el Bestiario de Juan José Arreola, pues según Maloof, los manitos, especialmente los defeños, comen: “huevecillos de chinche acuática cultivados en la gran laguna sobre la que se asentaba la ciudad azteca”, Xoloitzcuintle “guisado con chiles” (Perro amorfo caracterizado por la ausencia de pelo, de la misma raza de Anubis y el Cancerbero). Hecho que me parece terrible, porque comerse este perro es como devorar un dios: “Xólotl, el hermano mellizo de Quetzalcóatl, venido al mundo con cabeza de perro”, cocodrilo, avestruz (Arreola nos habla de su “carne ataviada”, lo que para Maloof sería carne vestida con pencas de  maguey), león, hormigas, grillos, entre otros.

A este respecto,  Maloof hace la siguiente afirmación: “Lo pictórico es fundamental en esta comida”. En el caso del menú del Xoloitzcuintle, yo pensé en el perro negro de Rufino Tamayo, que tal vez le ladra a las medialunas de frutapán que menciona Maloof. En el mismo perro, con la diferencia de la lengua negra, correteando las lunas llenas que la bisabuela sitty Suad ponía a secar en el patio. En el Xoloitzcuintle que suele “acompañar al Sol en su trayecto nocturno a través de sus dominios subterráneos”. En el perro lobo que le ladra a la tortilla mexicana de maíz amarillo, hasta ponerla a la altura de su boca.

En esta crónica, me siento recorriendo la ciudad de México construida por Roberto Bolaño; solo que no estoy en la calle Bucarelli, ni en el Encrucijada  Veracruzana, ni en la cafetería La Rama Dorada, sí que menos en el Loto de Quintana Roo, o en las azoteas de la calle Insurgentes;  me encuentro en la calle Regina, comiendo tacos de guisado, “humildes de solo frijol o papa en la calle  Madero”. (La comida preferida del poeta Juan García Madero). “En una esquina de la calle Luis González Obregón, frente a El Huarache Loco y Antojitos Mexicanos”.  En el Mercado de San Juan, entrándole carnal al animalario protegido por Humberto Ak´ aval; donde sí coincidimos con un par de mezcales fue en la colonia Condesa.

 Maloof, un astronauta enamorado de la belleza gastronómica, cita a Salvador Novo, para hacer énfasis no solo en la hermosura con que se presentan los platos de la comida mexicana, sino en el hecho de saborear los colores solares de las flores de calabaza (Una ofrenda a Huitzilopochtli), es decir que a Maloof le queda “la satisfacción de que la belleza sea, además, comestible”.

En “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, me doy cuenta que ,definitivamente, Maloof no entiende la comida si la misma no está acompañada de una buena música que, en ocasiones, raya en la nostalgia: “Me gusta tanto que a veces voy y me zampo dos raciones, como quien reproduce una misma canción en círculos, pero a diferencia de la música el plato tiene un considerable defecto: me deja lleno el estómago, pero insatisfecho el espíritu”, “que esa melodía no volvería a pasar por mi paladar y en adelante solo podría revivirla apelando a la memoria gustativa”. Si la misma no está sazonada con una alta dosis de humor negro: “Si hay algo de lo que no me arrepiento es de convertirme en vegano, porque siempre he tenido la prudencia de seguir comiendo carne”. Si la misma no está tocada por la diosa esquiva de la poesía. Es así como el cordero crudo es un plato para degustar en silencio, al cual se le saca más jugo estando solo. Pessoa decía que ser poeta era su forma de estar solo, y poeta cuya poesía esté levantada más con palabras que silencios: es un poeta sospechoso. Si la misma no tiene algo de “tierna antropofagia”, de horrible belleza en estado de descomposición: “Con la carne cruda me siento como quien suele distinguir entre una multitud el mismo tipo de belleza. La persigo en todas sus variaciones. En los restaurantes japoneses ordeno pescado en sashimi; en los coreanos, ternera en yukhoe; en los peruanos, cebiche con poco limón. No es que no les tema a la E. coli, la triquinosis o a las otras bacterias y parásitos que pueden agazaparse en la carne cruda mal tratada”.

Ahora que Maloof emprendió su viaje hacia la eternidad; seguro va sin miedo, porque lleva en la  boca el recuerdo de los platos interplanetarios con que hizo feliz el corazón de su familia y sus pocos amigos.

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1 COMENTARIO

  1. Este ensayo es una delicia y me da un hambre que nunca podrá ser saciada. Es una tragedia que Karim Ganef Maloof haya muerto tan joven. Me quito el sombrero.

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