Dos lenguas que desembocan en el Amazonas: el portugués y el español

Pabellón Brasil, Filbo 2024. Foto | Vía @tsmnoticias
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Este año La Feria del Libro de Bogotá está dedicada al Brasil. Los lemas de la misma son “Lee la naturaleza”, “La naturaleza te envía este corazón”. Este último, por supuesto, es un corazón de clorofila. De ahí que hoy celebremos el encuentro de dos lenguas hermanas: el portugués y el español: unidas por la serpiente de agua más grande del mundo: El Amazonas, también nombrado por nuestros aborígenes Apurímac, por la pureza de sus aguas. Río cuya profundidad turbulenta es alumbrada por las llamas naranja del Piracucu o Arapaima gigas (pez que de lo mismo grande, no nos cabe en la imaginación). Es posible que su traje solar se origine en el prefijo pira, el cual significa: llama viva que danza en los abismos de las aguas. Piracucu, monstruo prehistórico soñado por los dioses del Paranaguazú, es decir, por el gran pariente del mar.

Por | Álvaro Neil Franco

Estas dos lenguas se unen en la selva amazónica para cantar ese barco verde cargado de esperanzas que es la hoja Victoria: la hoja más grande del mundo. Acompañada por su flor blanca que abre sus misterios, sus perfumes secretos, durante la noche negra que aúlla en los árboles, cuya altura colinda con el cielo. Ojo verde que escruta las estrellas que flotan en el río. Piel de bebé acariciada por el canto del agua. Lenguas hermanas que le rinden homenaje a la flor Raflessia, cuya boca abierta de asombro seduce a insectos de colores exóticos que dan lugar a su polinización. Raflessia, estrella de cinco puntas, flor de carne que no ha empezado a vivir, cuando es visitada por la muerte.

La vida no sería la misma, sin el antifaz anaranjado con negro que la anaconda utiliza para hipnotizar a sus presas; sin el grosor de su cuerpo que semeja el tronco de un árbol en pleno movimiento, sin su color que se parece a las aguas de un río turbio. Anaconda protagonista de la selva profunda descrita por las palabras verdes de Horacio Quiroga; vestida con “manchas de terciopelo negro” y anillos saturnianos de acero. Bejuco colgado de esas escaleras al cielo llamadas Angelim vermelho: ángel de tronco rojo que sobrevuela el cielo de color guacamaya que inunda los días de la Amazonía. Anaconda cuyo abrazo irresistible paraliza la profundidad de la selva.

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Wade Davis (2017) nos habla de ríos metafóricos que cantan las leyendas de anacondas tan anchas como el Amazonas. En este último también llamado por el autor cinta serpenteante “el tiempo no significa nada” (p.547). Estos ríos representan para nuestros indígenas:

Las venas de la tierra, el vínculo entre los vivos y los muertos, los senderos por los que viajaron sus antepasados en el principio de los tiempos. Sus mitos de creación varían, pero todos hablan de una odisea desde el este, de piraguas sagradas traídas por enormes anacondas por un río de leche (…) Cuando las serpientes llegaron al centro del mundo, se tendieron sobre la tierra, extendidas como ríos, formando sus poderosas cabezas las bocas, sus colas serpenteando en las remotas cabeceras, y las arrugas de sus cuerpos formando los raudales y las cataratas (pp 553 – 554).

Son ríos que por arte de magia desaparecen de la faz de la tierra “y los chamanes descienden a lo hondo para tratar con los amos de los peces” (p.558). En estos nuestros hermanos mayores: los tatuyos, desanas, cubeos y tucanos realizan rituales: “El río estaba crecido. Los indígenas lo escudriñaban, sintiendo sus modulaciones y examinando los trozos de hojas y los pétalos que pasaban flotando” (p.560). Estos, además, simbolizan el encuentro con la muerte; nuestros aborígenes hablan del Río del Otro Mundo, en cuyas aguas tiene lugar la creación del mundo. Estas aguas son recorridas por “la Anaconda y los Héroes Míticos” (p.582), y representan el instante eterno de la “descomposición y el renacer” (p.582). También son cordones umbilicales que se unen con las malocas, para engendrar los amaneceres donde brilla el aljibe de la humanidad. El río también es una metáfora del yagé, ya que este representa un viaje eterno por la profundidad de la tierra y los abismos de las aguas, “donde viven los amos de los animales y los rayos esperan su nacimiento” (p.588). Estos ríos, habitados por los indígenas del Amazonas colombiano, son llamados los pueblos de la Anaconda.

Para Borges en la piel del jaguar están escritos los misterios de Dios. El nacimiento del universo, la confluencia de los espacios y los tiempos. Tal vez del fuego de este dios de la selva surgieron los agujeros negros. El jaguar calma la sed que le produce la candela viva que recorre su cuerpo con la dulzura de los colores que pintan el rostro mestizo del río  Amazonas. El yaguareté guarda una conexión especial con los diferentes espíritus que recorren la selva. Sus manchas negras  también simbolizan la entrada al inframundo: tiene el poder de servir de puente al infinito que nos comunica con el alma de los antepasados.

Joao Guimaraes Rosa, en su cuento “Mi tío el jaguareté”, nos habla de las siguientes clases de jaguar: el suasurana, “jaguar rojo-zorro, de un solo color, todo”, el cual “corre mucho, se sube a los árboles. Vaga mucho, pero vive en el matorral, en la llanura”; el pinima, jaguar moteado, “camina mucho, camina lejos toda la noche”; el pixuna, jaguar negro, “de piernas largas, muy bravo. Agarra mucho pescado”; el Uiñúa, “negro como el demonio, rebrilla con la luna, también “come pescado, pájaro del agua, ave saracuara del matorral”. Los ojos del jaguar giran como pequeños planetas en el corazón de la selva amazónica. Habitan las orillas del sueño y desde allí acechan las colas de la  lluvia que semejan un segundo diluvio y el color tropical de las guacamayas y los  tucanes que llenan de brillos el lomo de los ríos.

Leer la naturaleza es empezar a comprender la importancia que tiene la fauna y la flora para conservar la salud del planeta. Que un árbol es un milagro de Dios que nos ayuda a respirar, y además nos regala flores, frutos, brisa, lluvia, pájaros, sombra, hormigas, etc… Que bajo sus alas compartimos palabras que nos calman la sed de la vida; abrazar un árbol es recargar el alma de energía, bañar el corazón de luz; sembrar un árbol y verlo crecer es comprender que estos viajeros inmóviles son nuestros hermanos mayores. Que gracias a los clavellinos, los anacos, los ocobos, los guayacanes, los gualandayes, los tulipanes africanos, los patevacas, los arrayanes, los galapos, los alcaparros, los robles, los cedros, etc…La vida es una fiesta.  No olvidemos que el libro es un pájaro que nutre la imaginación de los seres humanos.

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