Josué Carantón vuelve a exponer en su tierra: ‘De cuando intentaba dibujarla y recordar las formas de su cuerpo’

Foto | Hisrael Garzonroa - EL DIARIO
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Algo así como 25 años sin exponer en su tierra, el Maestro Josué Carantón Sánchez ha vuelto para colgar una muestra de todo lo que pintó  en estos años de ausencia. Lo está haciendo en la Sala Julio Abril, herencia del ICBA, la institución que sigue siendo el referente de la política cultural en Boyacá, a pesar de su desaparición, por causa de la ignorancia de quienes en su momento tomaron esa determinación. El maestro vuelve a su tierra con los recuerdos intactos.  

Para retomar su vínculo con la tierra y su púbico, el maestro Josué, recuerda los tiempos en que se interesó por el arte y cómo surgieron esas inquietudes y se hicieron realidad las primeras pinceladas:

“Si hemos de ser justos con nosotros y no olvidar cada una de las influencias que hemos tenido, es bueno hacerle un homenaje a cada uno de los docentes que, desde sus disciplinas, nos inculcaron los amores y también los odios, al profe Bautista, que en su clase de ciencias naturales nos pedía dibujos de células, plantas, esqueletos y tantas cosas que originaron un acercamiento a los lápices de colores; al profe Alberto Viña, en clase de español, y su especial amor por la lectura y los libros y por ende, a la imaginación de mundos diversos; a Estela y tantos otros. A la tía de Freddy quien dirigía la biblioteca municipal y me permitía estar allí sentado leyendo las historias de Tintín y viendo los dibujos de Hergé, para terminar con los años entendiendo la miserable y poco conocida historia del genocida de Leopoldo II de Bélgica y su responsabilidad en el exterminio del pueblo del Congo. Y desde allí mi admiración del irlandés Roger Casement y su posición crítica ante esta situación.

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El amor por los comics o como los llamábamos en esa época, “cuentos”, fue otra influencia fuerte; pero, especialmente, Neil Adams, dibujante de Batman y otras historietas, quien, con sus oscuras y revolucionarias escenas, generó una narrativa distinta. Especialmente me llamaban la atención los escorzos, en esa época no tenía ni idea qué era eso, ni la palabra la conocía. 

Muy importante de esa época fueron las películas mexicanas, los matinales de los días domingos, que eran un premio por hacer las tareas durante la semana. La barra de dulces Charm´s o charmes como las solíamos llamar y esas películas de cine europeo que llegaban al cine del pueblo. Que curiosamente se llamaba Rómulo Rozo, personaje desconocido para nosotros, pero que poco a poco fue develándose como uno de los grandes escultores colombianos. Pero que su obra y sus aportes al arte son más reconocidos en México, que en su tierra.

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El primer contacto con los lápices y las pinturas se da cuando hacíamos las famosas “carteleras”, presentaciones elaboradas para ilustrar las distintas exposiciones de clases. Cierta facilidad para hacer rostros y entender de forma autodidacta las proporciones y la ubicación de las figuras en la cartulina de 100 x 70 centímetros, que debía tener una madera en los extremos superior e inferior para ser “proyectadas” al grupo. Esa fue una buena escuela para el dibujo, pues las tareas eran muchas y frecuentes. 

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Tampoco se deben olvidar las idas a las fincas de los abuelos, o a lo que llamamos los del altiplano, “la tierra caliente”, con sus olores y sus colores, su diversidad de flora y fauna, sus quebradas y sus cristalinas aguas, sus mitos y leyendas y sus mundos mágicos que nos sacaban del régimen totalitario de la capital mariana y sus controles sociales del rumor, el chisme, la camándula y la misa dominical de las 7 pm, con repetición a primera hora del lunes en el colegio. Las salidas a pescar en el rio Suárez en el sector de la Balsa y haber tenido la posibilidad de conocer dos especies en vía de extinción, como es el pez capitán, que es el único pez de agua fría de Colombia, nombrado por Humboldt como Eremophilus mutisii, que significa “amante de la paz y la serenidad”, y en homenaje a José Celestino Mutis, tal vez por eso lo extinguimos, no nos interesan la paz ni la serenidad. Y la otra especie, que veíamos frecuentemente, era el pato zambullidor Cira, ave que vivía en los lagos y lagunas del altiplano de la cordillera oriental. 

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Esos presupuestos, sumados a otros, que se comenzaron a recibir en el Técnico Industrial de Chiquinquirá, que tiene el nombre del poeta Julio Flórez, ampliaron el panorama, especialmente cuando la especialidad técnica fue dibujo. Éste fue el lugar donde se construyeron las mejores amistades, que aún se conservan y permitieron a través de las lecturas, las discusiones y el fútbol, construir miradas divergentes y fortalecer lazos afectivos que son vitales en el proceso creativo. 

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Cuando en “Drácula”, nombre con el que se conocía la casa en el centro de la ciudad donde se veían los talleres de ebanistería y electricidad, conocí de reojo al profesor Perilla, quien pintaba al óleo, en el patio, me sedujo el olor y las formas que representaba y su magistralidad al realizarlas. Salía del taller con cualquier disculpa para ver el proceso, miraba las pinturas, observaba cómo mezclaba y, especialmente, cómo manejaba el pincel. La calma y su paz me inundaban; y, allí dije: “yo quiero aprender a hacer eso”. En el siguiente viaje a la capital compré una caja de óleo y unos pinceles. Le aprendía a hacer los bastidores y a preparar la tela y comencé a hacerlo en mi casa. Si bien, no conservo esa primera pintura, recuerdo que era el desnudo de una mujer en una playa. Desnudo sacado de una revista Playboy, material que circulaba clandestinamente para apaciguar nuestras hormonas, que en ese momento estaban en su furor.

Las clases en el Técnico se convirtieron en lugares para comenzar a estimular mi memoria audiovisual de las chicas de las revistas, pero especialmente de una tailandesa, que fue mi primer amor platónico, intentaba dibujarla y recordar las formas de su cuerpo.

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Entre la geometría del dibujo técnico, los libros, las cervezas y las niñas del Cooperativo, del Rosario y la Normal, pasaron los días y las imaginaciones. En una sociedad tan cerrada y pacata, los cuerpos eran una obsesión, descubrir qué había detrás de las faldas, sacos y chaquetas, era tarea para expertos. La palabrería y las mentiras de los osados galanes eran narradas en los recreos, tal vez por eso en algunas materias las notas no fueron las mejores, pues mi mente estaba en intentar saber cómo se soltaba un botón o cómo iba a ser la cita en la taberna del Club del Comercio o del Hotel Sarabita o la cena, en el Escorial. El mundo se reducía alrededor del parque de Julio Flórez, pero la imaginación iba hasta Tailandia.

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Por ello, al llegar a la universidad, no fue difícil la decisión entre querer ser un Jacques Cousteau estudiando biología marina en ‘la paseo bacano’ (Tadeo Lozano) o ser un incomprendido y outsider, estudiando arte en la Nacional. Bellas Artes en la Nacional me mostraban algunas cosas de las que me había perdido en el pueblo. Modelado, dibujo, acuarela, touches, óleos carboncillos, papeles, gubias, prensas, y un sin número de personajes extraños como compañeros, pero especialmente modelos desnudas o como decían mis amigos de otras carreras “viejas empelotas”.

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