In memoriam: Luciano De Antonio

Foto | Vía es.foursquare.com
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Por | Silvio E. Avendaño C.

Al terminar las clases, en el Liceo Nacional -en Chiquinquirá- solíamos caminar Luciano De Antonio con Samuel Norato (El suro) hacia el parque Julio Flórez, en aquellos años, 1978…En ocasiones leíamos los versos del bardo: “A veces melancólico me hundo…” mientras en la atmósfera la memoria se volvía hacia la balacera entre los esmeralderos que, dieron al traste con los bigotes de la estatua del poeta. En el café, ubicado en una esquina del parque, Luciano resolvía el crucigrama. En una mesa cercana el fantasma de Efraín González Téllez rondaba en el recuerdo. Ante una taza de café, el sonido de las bolas de billar y el aroma del cigarrillo, Samuel iniciaba sus consideraciones sobre la literatura y la filosofía.  Luciano evocaba la obra de Albert Camus.

Nosotros salíamos del café, caminábamos por el pasaje comercial. La plaga que, de manera sorpresiva aparece en Oran –en La peste– era un tema de charla y de reflexión por parte de la Luciano. También El extranjero, el relato publicado en 1942. El absurdo se dibujaba en el camino, al evocar a Maersault, el personaje que mata a un árabe y, es condenado a muerte por tomar café con leche y fumar en el velorio de la madre. El absurdo que, le llamaba la atención a Luciano, era el divorcio entre el hombre y su vida.

Cruzábamos la carrera décima. Samuel evocaba los años cincuenta. La ciudad dividida. De la carrera décima hacia arriba los conservadores pintaron las casas de azul. De la décima hacia abajo los liberales quedaron con el parque del poeta y el tren. La matanza se extendió por noches y años.

El diálogo con Luciano giraba en torno a La peste, la novela de Albert Camus, publicada en 1947, De pronto en la ciudad de Oran surge la epidemia. Mueren hombres y mujeres. Las puertas de la ciudad se cierran.

No era fácil la existencia en Chiquinquirá, pues no fallaba la noticia del “morraco” (muerto). Mientras caminábamos por la peatonal, enmarcada por faroles antiguos y balcones tallados en madera, Samuel evocaba la vida colonial y el período republicano de Chiquinquirá. Al final de la peatonal alcanzábamos la plaza de la Libertad con el héroe epónimo. En el relato de la peste, el padre Paneloux manifiesta que la plaga es castigo de Dios, mientras Luciano miraba la basílica. “Seguramente, Dios no existe porque, si existiese, los curas no serían necesarios”, anota Camus.  Cottard, otro habitante de Orán, está feliz con la epidemia, pues así no lo captura la justicia.

 Luciano recalcaba la solidaridad de doctor Rieux y Castel, en la novela, quienes enfrentan con su conocimiento la calamidad en Oran, como obraron los médicos que tuvieron que enfrentar el envenenamiento con pan, en Chiquinquirá, en el año 1967. Otros como Rambert, el periodista, atrapado en la ciudad, no pueden escapar. No dejaba de sorprender a Luciano y Samuel la indiferencia ante la peste: “no ocurre nada, todo es normal”.  Con todo, Luciano resaltaba: “En el hombre hay más cosas dignas de afirmación que de deprecio” de la lectura del relato.

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