Estado-ELN, negociaciones en una Mesa de Cooperación hacia la paz total

La delegación de paz del Gobierno de Petro, de izquierda a derecha: Otty Patiño, Danilo Rueda, José Félix Lafaurie, Iván Cepeda. Juan Diego Quesada / EL PAÍS
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Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez

Empieza la experiencia de consolidación de la paz total, con las buenas noticias de que participaran del desarme y acogimiento a la justicia un buen número de grupos de delincuencia común, que actúan de manera organizada para servicio de intereses particulares ligados a formas de capitalismo salvaje, acumulación ilimitada de riqueza y atesoramiento de fortunas privadas, pero que no tienen como objetivo la desestabilización del orden político, ni tomarse el estado, para imponer otro modelo de estado y sociedad, aunque sus acciones provoquen desestabilización. El desarme de las personas, particulares, armadas con la excusa de “defenderse”, es otro pilar importante, sobre el que sin duda se extenderán tareas articuladas de control policial del orden público. En la paz total el acogimiento o sometimiento, tendrá un tratamiento de estricto orden jurídico, asociados a la ecuación de estar o no en el marco de la ley vigente, a la que el gobierno le restará parte de su alcance para concederlo como beneficio a quienes abandonen sus actuaciones delictivas. 

         El especial interés de la paz total, se centra en la negociación política del conflicto armado que subsiste por la confrontación directa al estado, del Ejército de Liberación Nacional, ELN, cuya consigna histórica de su ideario es la de “Ni un paso atrás, liberación o muerte” NUPALOM, que sigue el legado de juntar la conciencia y la razón en la lucha por la construcción de poder popular alentada por Camilo Torres Restrepo, el cura guerrillero. La primera ganancia para la nación es que, por primera vez el gobierno tiene la claridad suficiente del significado y contenido de porque hay levantamientos en armas y conoce a plenitud cómo funciona una insurgencia, qué la mueve, qué la constituye, qué la explica y no la entiende como un enemigo a eliminar y borrarle su rastro, aunque condene sus métodos. Los negociadores que representan al estado saben que en la Mesa se confrontan legitimidades, lo que resulta ser un valor agregado que supera las anteriores interpretaciones reducidas muchas veces a establecer lo que esta adentro o afuera de la ley, impidiendo avances.

      Es claro para el gobierno que tiene un carácter popular y los negociadores asignados, que la insurgencia, aunque cometa actos de terror no tiene por principio el terrorismo, y la insurgencia sabe que, aunque haya políticas que han promovido el terrorismo de estado, no hay un estado terrorista. Igual ocurre con otras variables que requieren más que un ámbito legal para entenderlas, y contribuyen a dilatar, como lo referido a conexidades de financiación, recaudos de guerra, conceptos de retenciones o secuestros, rehenes o detenciones, saqueos o recuperaciones, que de un lado son ilegales y del otro legítimos. Para las dos partes es común que hay una insurgencia levantada en armas con fundamento político, sostenida por causas sociales evidentes que provocan violencias y que su objetivo no es delinquir si no tomar el control del estado e instaurar otro modelo de sociedad.

        La debilidad, capacidad real o metodología de las acciones de guerra del estado y la insurgencia no están llamadas a ocupar lugar alguno en la discusión, en tanto se parte de entender un contexto de desigualdades y exclusiones, que lleva a centrarse sin dilaciones en procura de cooperar para negociar pronto las bases y estrategias del acuerdo, partiendo de reconocer que hay una guerra interna de menor intensidad, y no hay una presumible derrota o victoria a la vista de uno sobre otro contendor, aunque haya una insurgencia organizada y un estado listo a combatirla. La decisión de parar la guerra es mutua y el camino inmediato el dialogo. La insurgencia, es conocida, esta activa y tiene un sistema de regulación y conducción, con mandos visibles y ocupa espacios territoriales como lo indica el derecho internacional, como prueba de tranquilidad, validada como base del reconocimiento de la existencia política del ELN.  Del lado del estado hay para invocar en la constitución el derecho fundamental a la paz y una reciente ley del congreso, además de la plena voluntad, afirmada con el plan de gobierno de la paz total, con pleno respaldo popular, ratificado en los “diálogos vinculantes”, lo que se traduce en un sólido mandato para cumplir lo pactado en el acuerdo de paz con las FARC y enfocarse en la ruta indetenible de acabar la guerra y sacar adelante la negociación de paz con el ELN.

       El resultado esperado por la nación es un pacto de garantías, viables, cumplibles y definidas con seguridad para los combatientes que dejan la lucha armada, y cronogramas, proyectos y presupuestos concretos en un plan consolidado de soluciones y transformaciones que lleven a superar las causas sociales y en contraparte recibir del ELN, el desmonte de las estructuras militares de la organización insurgente, que convertiría en adversario político, la disolución de sus componentes militares y la puesta en desuso de las armas y dispositivos de poder utilizados para la guerra. Partir del reconocimiento mutuo y responsable de la existencia de estado e insurgencia como actores centrales, le permite al gobierno ser consecuente en su visión de presente y futuro, cuyo primer gran acierto fue integrar un equipo de estado, no solo de gobierno, heterogéneo y compuesto por voces distintas y distantes, que incluyen ideas de izquierda, extrema derecha, militares, congresistas e intelectuales, coordinado por un experimentado exguerrillero que participó de un pacto de paz 30 años atrás.

       El mecanismo para aplicar en la negociación política con el ELN no podrá tener como base el orden jurídico, si no el orden político, en el que la constitución de 1991 es un lugar de llegada, no de partida, en tanto la insurgencia no reconoce a la constitución como su guía de acción, lo que en la práctica significa que, para ella, sus acciones no están por fuera de la ley, si no adentro de otra legitimidad. El énfasis en la discusión no será entonces por el cumplimiento o no de la ley, y la organización de artefactos judiciales posteriores, si no por la legitimidad que pueda darse a las conclusiones pactadas en la Mesa. La política será la que oriente y determine la formulación de políticas públicas y nuevas leyes y normas para sostener e instalar el pacto al que se llegue.

       Como en toda negociación, rondará el fantasma del equilibrio entre la postura de la conciliación y resolución de conflictos que busca cerrar el conflicto, aunque implique, lo podría llamarse concesión de impunidades, para lograr la meta de acabar la guerra y la postura que propende por centrarse en sanciones y reparaciones, que pueden acentuar dilaciones, temores y necesidad de demasiados expertos a veces innecesarios. Quizás este sea un escollo complejo de resolver, pero la paz total tendrá que privilegiar caminos de reconciliación pronta y segura.

       El tiempo de la paz es ahora que hay respaldo popular, respeto y credibilidad suficiente en el gobierno y confianza del ELN, de que lo que se apruebe en la mesa no deje margen a renegociaciones jurídicas posteriores. El 95% de países del mundo, y en particular aquellos de padecieron dolores y sufrimientos de opresión, represión, crueldad y heridas profundas en la dignidad y lograron superar odios y ansias de venganza, porque pudo más la paz, que la guerra, son el ejemplo para seguir, aunque queden impunidades y deudas por saldar. El mejor primer acuerdo desde la mesa será declarar un cese bilateral del fuego y aprovechar las diferenciaciones para que como “Mesa de cooperación”, más agónica (política como cooperación) que antagónica (Dialéctica) logre definir acciones conjuntas estado-insurgencia, en las zonas de influencia del ELN, para instalar la percepción y efectividad de la paz total, impidiendo y eliminando factores de riesgo de violencias de todo tipo, sin acudir a las armas y sentando bases de un ejército popular de estado.

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