El flâneur, el caminante

Foto: Pierrot Le Chat
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Por | Silvio E. Avendaño

Silvio Avendaño

El caminante sale del umbral de la casa y se halla en la calle. Pronto de los autos escucha ruidos lejanos, acercándose y que pasan dejando el smog. Entonces, comienza a esquivar los huecos que han dejado los ladrones de las tapas de los medidores del agua. Y tiene que tener la vista vigilante dado el estado agrietado y desastroso de los andenes. Los avisos de los negocios le llenan de ofertas. El aroma del pan que sale de las panaderías y, como un perro levanta la nariz y siente el aroma de los chorizos de las ventas callejeras. El pito de los automóviles llena la mente de sonidos inconexos, extraños y estridentes. Esquiva los vendedores ubicados en las tapas de las alcantarillas, ofreciendo coco con melado de panela, piña destellante en vasos flexibles, el vidrio de protección de celulares, los minoristas de específicos. Evade los perros callejeros que van en busca de la plaza de mercado.

El peatón camina por el parque, una estatua cubierta por la pátina del olvido no le dice nada. Lee en la base del monumento un grafiti inconcluso que clama por una utopía ignorada. Crece el comercio con las novedades de la basura china. Y después de la compra el transeúnte se pregunta ¿para qué compré esto? Continúa con los pasos esquivando a los otros. La exhibición del novedoso celular lo tienta porque le permitirá perderse en instantáneas, cortos mensajes, pendejas, pornografía y mercancías. Pero puede detenerse en la venta de cds en busca de la aventura que quiebre la aridez.

Y la imagen de ciudades distintas, donde quizá existe el paraíso. Espejismos de ciudades idealizadas en las que se puede caminar, sin el acoso de los vendedores ambulantes ni el peligro de perder el celular por la astucia de los raponeros. En una esquina de un quiosco callejero se detiene. La última revista con la vedette en cueros, el almanaque Bristol, el magazín de deportes, la instantánea de un acontecimiento, las figuras que engendran desasosiego, las noticias de lo que ocurre al otro lado del mundo. Cansado de pasear la vista por motivos excitantes, entra en un cafetín, taberna o cucho. El sonido de la greca lo anima ante una humeante agua de hierbas, un tinto, un pintado… ¿algo más? Y mientras saborea la bebida el vendedor de lotería le ofrece el número de la fortuna.  La mano extendida de una mendiga le suplica una moneda brillante de piedad. Al salir del cafetín emprende el retorno al punto de partida. En una esquina espera una buseta destartalada del servicio urbano. En el trayecto un hombre de condición necesitada le ofrece una golosina, dice: “Es el único trabajo que tengo.”

¿Encuentra sentido el caminante en la ciudad?  Y bien parece que la ciudad no le ofrece al caminante otra cosa que la pobre oferta del tener y ni una migaja del ser.

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