Discurso del Cristo lo fue también desde la condición de las mujeres

Cristo y la mujer adúltera. Anton Van Dyck (Amberes, 1599 – Londres, 1641)
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Por: Teófilo de la Roca

La gran defensa histórica de la mujer, la asume el Cristo: es actitud que religiones, iglesias y culturas mismas que se consideran liberadoras, han temido asumir con sentido de realismo y objetividad.

Sabrán algunas culturas, por qué tienen a la mujer más que condicionada; diríamos que reprimida en extremo. Hay regímenes que la mantienen cubierta de pies a cabeza; en algunos lugares hasta su rostro debe permanecer oculto. Ni hablar de las restricciones a que se ve sometida, aún en controles que resultarían lógicos y prioritarios, por su naturaleza. ¿Qué más que controles de salud?

Pero vaya uno a ver: la mujer de países orientales, aparece resguardada de los niveles sociales; esos clanes odiosos; porque no son otra cosa en nuestra flamante cultura de occidente. Y pensar que como niveles sociales, son nuestro mismo escándalo para las naciones que manejan lo igualitario.

Lo cierto es que con nuestros estratos, con mujeres de primera, de segunda, de tercera y sobre todo mujeres de reducto, vamos apareciendo en el mundo, no más que como los entendidos en diferencias de clases y por lo tanto llenos de conflictos; hasta que algún cataclismo, fruto de alguna revuelta de “pobrería”, acabe con lo habido y por haber, como en un fenómeno apocalíptico.

¿De qué puede ufanarse la cultura de occidente respecto a la mujer? ¡No se dirá que la ha redimido! Aunque, no faltarán las de aire cómodo con sus “movimientos feministas”, sofisticados y hasta con el mote de movimientos de liberación. ¿Y las que  permanecen en la condición de objetos y que son las mayorías?

Porque a unas las envuelve la sociedad de consumo, con sus esquemas de vanidad y figuración, con sus superficialidades y vacíos; otras, las sepulta el machismo. Pero lo más trágico y escandaloso: pueblos y naciones con millones de mujeres, que al pie de sus propios hombres, arrastran con el flagelo de la pobreza y la miseria.

Como quien dice, no está en nada la cultura de occidente. Porque van creciendo generaciones enteras, sin que se vea venir que la mujer del común, vaya a ser sujeto actuante y viviente de la historia. Lo será, una que otra mujer de primera, segunda o tercera categoría, y eso moviéndose o prestándose para una historia planificada, impuesta; incluso, por mujeres de las que pertenecen al privilegio de las políticas vigentes.

¿Qué se estará esperando? ¿Acaso, un macroproyecto de salvación? Religiones e iglesias, de las que dicen ser cristianas, hasta serían las llamadas a emprenderlo y a liderarlo. Sólo que, deberían botar instituciones y privilegios; que nunca deberían haberse convertido en sus propias ataduras y estados de muerte. De ello, escapó el maestro de la vida y salvador de la historia: Jesucristo.

Ello le permitió no pertenecer a una sociedad de fe y de cultos, de miramientos de clases y de clanes. Optó entonces, por mantenerse replegado, sin importar lo que esa sociedad hipócrita y farisea, pudiera pensar de sus contactos y diálogos, espontáneos, abiertos, libres de prejuicios, de tapujos, al permitir que mujeres como la Magdalena, como María de Betania, la hermana de Lázaro, la que alguna vez lo impregnó de perfumes, o la samaritana que lo descubrió como profeta en lugar solitario y escampado, y que terminó sosteniendo con él nada menos que el diálogo mismo de su vida; o la adúltera aquella, que le debió la vida a Jesús, al haberse interpuesto para que no fuera apedreada y sepultada en plena plaza pública.

El discurso de Jesús, también lo fue, desde la condición de las mujeres que lograron ingresar a su propio cuadro, colocándose así, a salvo de una sentencia que ya las tenía condenadas; sentencia propia de una sociedad elitista, hipócrita, farisea, inhumana, cruel; reflejo de estructuras y mentalidades carcomidas por su propio estado de miseria interior.

La actitud de Jesús, espanta hoy a quienes dicen ser cristianos; pero que difícilmente lo serán al no romper con lo establecido, al temerle a la habladuría y a la resistencia puritana; al no romper las barreras de su propio aislamiento e indiferencia, que los mantiene en posición antievangélica.

De nada servirá lo estructural, lo institucional, lo ritual, mientras se esté fuera del “plan salvación” que  es la antítesis frente al establecimiento, que es lo manifestado en el carácter y visión de Jesús de Nazaret. ¿Por qué no retomar su gran reto? Es pregunta para formularla en nuestros días, cuando a nombre del mismo Cristo, se habla de la salvación, sin que se asuma el compromiso de arrebatarle a la complejidad de lo humano, la mujer que hoy por hoy, aparece más víctima que responsable.

 

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