Despescueznarizorejamiento

Andrés Caicedo.
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Por | Darío Rodríguez, escritor

Para Guillermo Roncancio, por Berenice y Very Nice

Al paso que va – de afán, como vivió – Andrés Caicedo terminará por convertirse en un clásico. Si no lo es ahora mismo. No debido a su ícono ni a su leyenda, refuerzos casi inevitables del único centro: la obra.

Que es un prodigio, aunque no en ese sentido espectacular ofrecido por los medios de comunicación sedientos de fenómenos y espectáculos. Desde luego, es sorprendente que en un plazo creativo muy breve (quizás ocho años, de 1969 a 1977) el precoz Caicedo haya escrito su desaforada cantidad de textos y libros.

Solo establecer la cuenta pasma hasta a los enemigos del caleño: tres novelas, puñados de cuentos, guiones, obras teatrales, artículos cercanos al ensayo, una especie de diario de lecturas, un voluminoso epistolario, poemas y hasta unas memorias, porque el tiempo y la premura le alcanzaron incluso para envejecer a los veinticuatro años y escribir esa especie de autobiografía que luego se tituló ‘El cuento de mi vida’. Se necesita una disciplina marcial y un talento acerado si quiere lograrse eso.

Foto | Vía Arcadia

Lo que transforma a Caicedo en un fundamento literario no es esa profusión (ejemplar, por otra parte).

Es su estilo. Si es que todavía se puede mentar semejante palabra en un ámbito donde pululan los expertos y quienes afirman que ya todo, incluso el Todo mismo, está superado.

La literatura colombiana ha tenido pocos estilos tan fuertes, tan contagiosos y definitivos

Un estilo. Una voz potente que logra diversificarse y ampliarse sin perder gracia, hechizo y hondura. Un modo de nombrar, decir e incluso dar vida (Cali, por ejemplo, dentro del relato ‘En las garras del crimen’ es un Hollywood colombiano, una meca del cine). La literatura colombiana ha tenido pocos estilos tan fuertes, tan contagiosos y definitivos.

En este país abundan escritores, pero muy pocos tornados o avalanchas con el ímpetu de Andrés Caicedo. Sobre todo, es una paradoja, poetas. A estas alturas solo puede compararse al autor de ‘Que viva la música’ con nuestros narradores canónicos, José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez, Eduardo Zalamea Borda, Germán Espinosa. Y pocos más.

La contundencia de ese estilo se preña y preña con idéntica solidez y es, sin problema, María del Carmen Huerta, un pandillero de vieja data, una vampira castradora, un muchachito opaco llamado Solano Patiño, un ser andrógino – el Besacalles – y un crítico de cine con perspectivas absolutamente incomparables no solo antes sino después de él. De paso va gestando un mundo esférico y autónomo, aunque la Cali de Caicedo ya no exista – o por eso mismo -: perpetrar cualquiera de sus textos es adentrarse en una atmósfera con lógicas y leyes propias. Inclusive una simple (si es que ese adjetivo no le es injusto al escritor, que de simple nada tiene) reseña acerca de un film se vuelve en él una porción de ese universo que pulió y maceró hasta el delirio.

Foto | Vía EL TIEMPO

Quien quiera revisar o releer ese acervo comprobará un amalgama maestra de lo que se dice con como se dice. Hay cuentos que son auténticos poemas en prosa (‘Por eso yo regreso a mi ciudad’), obras de teatro que harían las delicias de Samuel Beckett por su economía de recursos y profundidad (‘Los diplomas’, ‘El mar’), y textos de una hibridez tal que conjugan el ensayo, el testimonio, la reseña, lo narrativo y la poesía sin pedirle permiso a quienes dictan formatos. ‘Pronto: memorias de una cinesífilis’ es una demostración de esos riesgos.

En honor a la sinceridad, y lo que resulta más increíble en todo este asunto, es que esa empresa literaria, por la ansiedad con la cual se elaboró, por los medios precarios y juveniles del autor, y por la diversidad de intereses no sistemática – sólo al final centrada en el cine – que lo sacudieron desde que empezó a edificarla, es menor. No es una gran literatura, ni fue hecha con ese espíritu. Es menos artesanal que urgente, aprovisionada para el momento histórico en que se escribió.

Foto | Vía folha.uol

Si un lector serio se enfrenta a sus páginas hallará una estética poderosa

Cuarenta años después del suicidio de Andrés Caicedo si un lector serio se enfrenta a sus páginas hallará una estética poderosa escrita, no obstante, con escasos recursos materiales y una afectación digna del romanticismo más elemental. Pero certera en su tono (que no es cualquier cosa si hablamos de un empeño literario) y en sus símbolos, en sus arquetipos. Por eso la inclinación final de Caicedo hacia el cine y la música, artes capitales que conducen y acompañan a las otras.

Puede uno quedarse analizando las razones que construyen a esta obra, de espontánea y tal vez poco prudente elaboración, pero gana el asombro. Desde hace por lo menos diez años Andrés Caicedo ha sido traducido a más de cinco idiomas,  su obra se ha empezado a estudiar en ambientes académicos y ya pertenece, por derecho propio, a la tradición de nuestras letras, que es también un despropósito: se habla de él sin haber sido leído. Lo cual indica que es no solamente un autor de culto sino cultual, popular.

Quién sabe cuánto de esto se le deba a los amigos de Caicedo, ya saturados de citarlo y comentarlo como el cineasta Luis Ospina. Quién sabe si gran parte de la expansión de sus historias y timbres vocales se le tenga que atribuir por ejemplo al Teatro Matacandelas de Medellín que desde 1996 está escenificando ‘Angelitos empantanados’, adaptación de sus escritos.

La vigencia de lo que escribió, tenga alta calidad o no

Lo claro es algo que no se dice mucho en la prensa y que hace de Andrés Caicedo un escritor paradigmático: la vigencia de lo que escribió, tenga alta calidad o no. Es muy complicado para un escritor mantenerse en el tiempo, tener lectores fieles que vayan más allá de su propio contexto y que logren preservar sus manuscritos por encima de circunstancias y coyunturas. Caicedo lo logra. Y sigue aquí.

‘Que viva la música’ forma parte de la educación de muchísimos lectores. Aquí y en París o Londres. Es inverosímil, sí. Y meritorio. Algo que no imaginó ni siquiera el propio escritor, ni esperaba nadie.

Uno de los proyectos finales de Andrés Caicedo era la composición de cierta novela joyceana que se iba a titular ‘Despescueznarizorejamiento’ en evidente alusión a la antropofagia que puebla sus textos y al anhelo de fundir diversos registros literarios en un solo vendaval verbal. Algo de eso quedó en la única novela que publicó y con ese concepto caníbal, autodestructivo y triturador del rostro y la cabeza (alegorías de esa identidad que sus personajes nunca conquistan) puede entenderse su obra entera. Una senda coherente de eliminación propia, escrita al desgaire, y con la dignidad suficiente para abandonar el lastre del malditismo y de la angustia juvenil.

Al igual que el vástago del doctor Frankenstein, merece una nueva lectura, una enésima oportunidad.

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