De la ilegalidad reinstalada y la reincidencia del espionaje

Álvaro Uribe Vélez. Foto | Colprensa
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Por| Manuel Humberto Retrepo Dominguez

Manuel Restrepo. Foto | Hisrael Garzonroa

Los hechos y el modus operandi del espionaje no dejan duda de que este es fundamental para el modelo de seguridad democrática y necesario para la supervivencia del partido en el poder, que pone a su servicio las renovadas tecnologías del Estado que eran para combatir el crimen, no para cometerlo.

El Estado de Derecho tiene como regla de oro la primacía de la ley, que afianza la democracia y sirve de garantía para la igualdad de derechos y la convivencia pacífica. Cuando todos los ciudadanos y los agentes públicos están sometidos por igual al principio fundamental de legalidad, la autoridad del gobierno es creíble, la confianza de los electores en los legisladores es sólida y la imparcialidad de los tribunales de justicia es aclamada.

Cuando la legalidad es usada solo como adjetivo, título de programas o palabra sin contenido, los indicadores de democracia real, buen gobierno y bienestar general de la población señalan peligro, hacen prever desgracias y reducen el optimismo y la esperanza por un buen vivir, en paz y con derechos. El peor escenario es cuando lo legal cede su lugar porque las capacidades y oportunidades de progreso para todos proyectan fracaso y anuncian barbarie.

Ese es el escenario real, la ilegalidad atraviesa la vida diaria y entre escándalos y equivocaciones el gobierno no logra recuperar la legitimidad perdida. Los reiterados hechos de horror y miseria como las ejecuciones extrajudiciales, las tramas de corrupción, las amenazas y asesinato de defensores de derechos y líderes sociales, las falsas imputaciones judiciales, el revanchismo y la falsificación de la verdad entorpecen la realización de derechos y libertades y muestran una legalidad interrumpida, rota.

Hay copiosa ilegalidad a la vista. Está en la ley propia que aplica el jefe del “ilegal” monopolio de taxistas cuando llama a romper la cara y vehículos de sus competidores y a actuar como crackers (delincuentes en calidad de piratas informáticos) para bloquear las plataformas del “otro” servicio. Está en las vergonzosas cifras de corrupción, que han puesto al país en este comienzo de año en el primer puesto del ranking de corruptos del planeta y también en la idea común de considerarlo el más peligroso para defensores de derechos humanos. Esa ilegalidad no se puede tapar con la tradición de presentar maquillados informes oficiales de funcionarios y altos cargos del gobierno que responden a la defensiva y condenan cualquier información distinta a la suya.

A la cabeza de la ilegalidad actual aparece el espionaje, al que bautizaron como “chuzada” para evadir la gravedad de un delito que en las guerras es penalizado con interminables condenas. En Colombia, las fuerzas militares rompieron el equilibrio provocando ofensas contra la paz y la seguridad de sus ciudadanos, tratados como enemigos y espiados por pensar o disentir del poder hegemónico. Los espiados son convertidos en víctimas de un crimen de Estado, de una violación a derechos humanos, contraria al consenso universal de asumirlos y respetarlos por ser instrumento fundamental para la vida en comunidad y la construcción del mundo político.

Los hechos ocurridos y denunciados exigen investigaciones independientes, libres de intervención o injerencia del gobierno, para sacarlos del ámbito previsto y recurrente de la efectiva impunidad que rodea los delitos del Estado. El delito podría ser tratado con acompañamiento del sistema americano de derechos humanos, e inclusive, por homologación ponerlos en el radar de la Corte Penal Internacional, que incluyó al espionaje como un crimen de agresión, a partir de 2017 con la conferencia de Kampala, Uganda, de 2010, que también llamó la atención sobre algunos procedimientos que emplean las democracias bajo el concepto de Estado de derecho, cuando en realidad cometen actos ilegales propios del estado de excepción, justificados en el combate al terrorismo, como fórmula de amparo para cometer delitos de espionaje masivo, aplicaciones de la doctrina de la guerra preventiva o la ejecución de persecuciones y tortura.

Los hechos y el modus operandi del espionaje no dejan duda de que este es fundamental para el modelo de seguridad democrática y necesario para la supervivencia del partido en el poder, que pone a su servicio las renovadas tecnologías del Estado que eran para combatir el crimen, no para cometerlo. Las “acciones de guerra preventiva” volvieron a guiar la vida política y son la excusa que permite matar y llamar “daño colateral” a la destrucción sea de vidas o bienes.

El espionaje actual, por su precisión y selectividad de las víctimas ya conocidas, permite inferir la existencia de un crimen de Estado, que sigue una estrategia y tiene una estructura tecnológica y unos determinadores instalados en la dirección del Estado. Los determinadores deben ser juzgados como violadores de derechos humanos por cumplir misiones con características de “compleja gravedad y a escala”.

Cada acto de espionaje desplegado (por ahora) para penetrar de manera directa y selectiva la intimidad de personas calificadas —todo indica que por el partido en el gobierno— de enemigos claros o difusos, tiene el propósito de poner al servicio del gobierno, el partido de gobierno o de grupos criminales en connivencia con estos, los resultados del espionaje con fines políticos, bajo el principio doctrinario de “tener información de colaboradores y adversarios” para usarla en su contra cuando sea necesario. El agravante es que no todo es espiado para después, ni se sabe quién puede ser el próximo espiado, porque en el presente la frontera empieza en la escucha y termina en el exterminio.

Posdata. La tendencia al espionaje masivo mediante delitos informáticos y de comunicaciones está inserta en el modelo de acumulación neoliberal, sea para violar la soberanía de otros estados, la autonomía territorial de espacios protegidos (como universidades y centros de actividades comunes), lo que constituye un grado de la actividad criminal del Estado en el complejo y amplio campo de la ilegalidad usada para causar chantaje, soborno, robo, fraude, sabotaje, asesinato. Tecnológicamente hay drones, camionetas con alta tecnología, micrófonos, chips, cámaras y complejas maquinas en miniatura, útiles a la guerra sucia, apocalíptica y antidemocrática.

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