Cuando ni gobernantes, ni estadistas, ni políticas, pueden inspirar confianza

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Difícilmente los pueblos, en su propia historia, logran encontrar a alguien que los interprete, que se identifique con ellos, que vaya en su propia marcha, jalonando la vida.

Por: Teófilo de la Roca

Hay sistemas de manejos de los pueblos cuyos conductores o gobernantes creen descender de sus propios despachos al tener algún contacto con la gente del común. Entonces fácilmente se adoptan posiciones, actitudes, lenguajes que puedan dar la impresión de que en verdad anulan distancias y sostienen diálogos con la gente.

Gestos de esta naturaleza aparecen contemplados dentro del esquema gubernamental de unas élites económicas y políticas que se han formado aun académicamente para impactar y aún inspirar confianza entre los sectores que puedan parecer más escépticos.

Sociedad y gobernantes, saben que hay unas estructuras de Estado que por fuerza han tenido que permanecer como a espaldas de grandes sectores del conglomerado humano; lo que muchos llaman franjas sociales y que encierran muchas veces sus millones de seres que más parecen de periferia al permanecer enormemente abandonados en su  situación de pobreza o miseria.

No es extraño que el gobernante, con algún equipo de trabajo y asesores, se torne populista, desde algún foro regional, que por fuerza reunirá a gente de todas las condiciones sociales y económicas. Encuentros de esta naturaleza son como formas de taponamiento o maquillaje, en sistemas que por fuerza buscan dar la imagen de estar comprometidos dentro de una política social.

Ya para lectores de la realidad o analistas que conocen y muy bien hasta qué punto puede llegar y de dónde no puede pasar un sistema de reconocidas concentraciones de poder, en lo económico y político, encontrarán que unos gestos, actitudes y lenguajes de gobernantes y hasta de mandos medios, no están para anular abismos, romper barreras o allanar caminos como diría el profeta, sino para producir hechos, que por aquello de su protagonismo, calmen los ánimos y hasta logren crear expectativas.

De ahí a crear esperanzas, hay mucha distancia. Diríamos que la esperanza sólo puede crearse, surgir, cuando delante de los pueblos, se coloca el signo de la vida, que no cualquier gobernante o estadista, está en capacidad de hacer brillar, menos aún para el peregrinaje humano.

Difícilmente los pueblos, en su propia historia, logran encontrar a alguien que los interprete, que se identifique con ellos, que vaya en su propia marcha, jalonando la vida, desde fundamentos de esperanza. Por eso como pueblos y aún como naciones, siempre experimentarán su propia pobreza, su propia situación de periferia; nada les inspirará confianza mientras no se vean conducidos por alguien que no necesita deshacerse de ropajes, adoptar gestos y actitudes de simulacro, sino que sus actos todos son espontaneidad, calor humano, carisma, fuerza de espíritu, llegando incluso a romper barreras montadas por figurones, por oportunistas, por individuos de prejuicios, que hasta se camuflan en el ímpetu o fuerza de lo social.

De ello se cuidó en cada momento el profeta de los profetas, Jesucristo, dentro de su gran proyecto de abrirle caminos a la vida, en un discurso de contacto con la gente y que más era la fuerza de la esperanza. Por eso como conductor de multitudes, rompió cercos de aparente seguridad, de falsas conveniencias y detuvo en repetidas ocasiones su propia marcha ante el clamor de algún leproso, ciego o paralítico, excluido de toda consideración humana y que a la vera del camino gritaba diciendo: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”.

Un ciego de nombre Bartimeo, no hubiera logrado que el taumaturgo se detuviera para recobrarle la vista, si el Mesías se hubiera dejado enredar por el aire triunfalista de los que en su marcha avanzaban por simple acomodamiento o aparentes rendimientos o eficacias.

Era la marcha hacia la esperanza y por ende hacia la luz de la vida, lo que contaba para Jesucristo, como revelador del gran proyecto de reivindicación humana y que hoy conocemos como reino de Dios, propio para sabios de la ley o precepto del servicio, espontaneo, desinteresado.

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