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Más de dos décadas esperando la celebración de los doscientos años de libertad para que hoy apenas haya una ofrenda floral en el Puente de Boyacá, tal como lo anuncia la página de la Presidencia de la República.

Se esperaba que los monumentos estuvieran esplendorosos, era lo mínimo; que los presidentes de las cinco naciones libertadas hicieran presencia, y junto a ellos muchos más presidentes y jefes de Estado de todo el mundo; a duras penas estará el embajador británico.

Se esperaba la ejecución de una ley de honores que hubiese permitido la inauguración de las grandes obras que los boyacenses siempre han pensado que se merece “la tierra de la libertad”; en cambio, lo único que se anuncia, además de la ofrenda floral, son las aburridas salvas de artillería y los “Honores a la Bandera”, así que el Bicentenario no pasó de ser, ‘un saludo a la bandera’.

Esta celebración, cuya trascendencia se redujo a la mínima expresión, además se da en momentos en que el continente latinoamericano atraviesa por dificultades que parecen eternas.

Este siete de agosto amanece justo con la aplicación de las duras sanciones económicas por parte de Estados Unidos a la nación venezolana, la patria del Libertador; mientras que el Ecuador se debate en la profunda crisis política que ha ocasionado la disputa entre el expresidente Correa y el actual mandatario Lenin Moreno; el Perú está lejos de superar su crisis ante los escándalos de corrupción que hizo que se suicidara uno de sus expresidentes, que otros estén en la cárcel y que el actual presidente, Martín Vizcarra, se distinga por ser el triste anfitrión del llamado Grupo de Lima que tratando de solucionar el problema venezolano lo único que ha logrado es empeorar la situación.

En cuanto a Bolivia, la quinta república libertada por Bolívar, de ella nadie quiere saber, dado que su gobierno lo preside un indio, lejos de los afectos de Estados Unidos y del mismo presidente colombiano.

Así que el Bicentenario de la Batalla de Boyacá terminó en lo que será hoy una celebración vergonzante y doméstica con la presencia forzada de los gobernadores y de los miembros del Senado.

Bicentenario: la violencia y lo público

Por: Jacinto Pineda Jiménez, Director Territorial ESAP Boyacá Casanare 

Foto | Hisrael Garzonroa-EL DIARIO

El Bicentenario es una oportunidad para repensarnos hacia el futuro; hemos construido un escenario público inmerso en la violencia donde la política se ha expresado a través de las armas, en un matrimonio perverso que ha marcado negativamente la historia de Colombia. 

Presos en nuestro propio destino, nunca hemos logrado separar las armas de la política, en medio de un matrimonio perverso que ha marcado la construcción de las instituciones. Ahora que nos repensamos en el bicentenario de la batalla de Boyacá, no queda otra palabra que BASTA YA. Desde el primer día de la independencia el recurrir a las armar para resolver las disputas políticas fue configurando la historia del Estado-Nación y de las demás instituciones. Fieles a este principio los más diversos actores, con disímiles motivaciones, justificados y aplaudidos por discursos y teorías, fueron haciendo de esta patria un campo de batalla con miles de hogueras. 

La historia de Colombia se caracteriza por una larga relación entre armas y política.  Esta relación está anclada en la propia configuración del Estado, que hunde raíces en la independencia, pasa por las guerras civiles del siglo XIX, la violencia bipartidista —entre liberales y conservadores en el siglo XX, fundamentalmente en el periodo entre 1930 y 1953—; y, su continuidad sin tregua, en los años sesenta con las guerrillas revolucionarias, agudizándose con la posterior presencia de narcotraficantes y paramilitares. La tendencia a recurrir a las armas como protagonistas de la actividad política fue configurando un escenario donde la ausencia de relaciones ciudadanas de convivencia y de instituciones de carácter democrático impidieron la posibilidad de materializar la buena administración, entendida como aquella que promueve la participación ciudadana, los derechos fundamentales y la dignidad de las personas.

Las interrelaciones entre armas, política y vínculos ciudadanos mediados por la violencia, están asociadas a la configuración de instituciones estatales ineficientes, o corruptas o inmersas en el clientelismo, propias de la vida política colombiana. La perversa relación entre armas y política ha configurado el Estado de Colombia a partir de la apropiación violenta de lo público por parte de los diversos actores armados en la historia de Colombia.

Sin lugar a dudas, el uso de la violencia en la política se ha convertido en un obstáculo para el ejercicio de la participación ciudadana, lo que da al traste con una buena administración, entendida como aquella que promueva los derechos fundamentales y la dignidad de las personas. A pesar de las particularidades propias de las circunstancias históricas, hay un hilo conductor en la prolongada guerra: la recurrencia a la opción armada como método para imponer los intereses de grupos, partidos o facciones.

“El sectarismo de la política se extiende a las armas y el sectarismo de las armas se proyecta en la política”, afirma el centro de memoria histórica. Hay una historia acumulada con actores y motivaciones cambiantes pero con consecuencias bien definidas: un país donde la violencia ha generado un déficit democrático, materializado en la ausencia de participación ciudadana, en estigmatización y muerte del opositor, y en la cooptación violenta del Estado. 

A la hora de mirarnos hacia el futuro, a partir de lo que hemos sido en estos doscientos años, es claro que requerimos desterrar las armas como camino político y, en un discurso consecuente con la práctica, nunca más validar las armas como expresión política. 

Historia patria: si fueron tan grandiosos: ¿por qué estamos tan jodidos?

Por | Silvio E. Avendaño C.

Puente de Boyacá. Foto | Hisrael Garzonroa

Y, con la formación de la Nación, vinieron los símbolos: el himno, el escudo y la bandera. Celebración de ritos y cultos y la creación de normas tácitas, pero eficaces: “el amor a la patria”, “todo por la patria”, el “sacrificio”, en el “altar de la patria”. Es decir, se bajó el lenguaje de la misa y de la praxis religiosa, para sacralizar la “Nación” y la “Patria”. Y hubo poetastros como Miguel Antonio Caro: “Patria te adoró en mi silencio mudo/y temo profanar tu nombre santo/por ti he llorado y padecido tanto/como lengua inmortal decir no pudo…” 

Claro y tanto amor y lloriqueo no solo trajo los catecismos patrios sino también las historias patrias.

Y en las primeras décadas del Siglo XX, había que limpiar con babas el fracaso de lo que fue el siglo XIX: Incontables guerras entre liberales y conservadores, la Regeneración, la Constitución de 1886, condenar el federalismo, ocultar la matanza de la guerra de los Mil Días, la pérdida de Panamá… Y se hizo un concurso para que el relato ocultara la miseria y destrucción. Y así se llegó a la Historia de Colombia, escrita por Henao y Arrubla. (1911).

Y se adoptó como texto oficial para la socialización de los niños y jóvenes en la patria y en la religión, para que no se viera el desastre nacional. Y pronto vino de la Academia, Germán Arciniegas, a decir: “A Henao y Arrubla están unidos los mejores recuerdos de aquellos días en que sentí más fuerte el aleteo de la bandera colombiana golpeando por primera vez mi corazón”.

Pero hay otras historias. Una de ellas es Nuestra historia (1984), obra Rodolfo Ramón de Roux. Y place este relato porque no se queda en el panteón de los próceres, ni en las urnas funerarias, tampoco en guardar las cenizas de la memoria de una épica dudosa de oscuros personajes. Y como era de esperar tal texto causó roncha… Lo curioso, en el relato de De Roux no es otra cosa que los ilustres son aquellos que han hecho posibles instantes de felicidad, como Egan Bernal, y tantos otros que están en la eternidad del recuerdo.

En horas de desaliento cuando en el país se extiende el desastre y el descuartizamiento viene como una ráfaga de aire fresco en la ilusión, la fantasía, los sueños. Y en esos chispazos nos vemos envueltos en felicidad. No se recuerda a aquellos que supuestamente ejercieron la res pública (para beneficio privado). A su vez, en el tiempo en que se celebra el triunfo, quienes cabalgan la res pública, al servició de la minoría, intentan subir en las encuestas al dar condecoraciones y la foto junto al atleta, para que suba la popularidad.

En las ciudades y los pueblos se erigen monumentos, se levantan estatuas de personajes, “coronados de vivo laurel” y en “aureolas de incienso”. Hay casas museos donde se exponen los objetos personales que pertenecieron a los supuestos ilustres dignatarios. Ante esa tendencia a levantar monumentos a las “figuras insignes de la patria”, surge la pregunta: Si fueron tan grandiosos: ¿por qué estamos tan jodidos?

La voz de aliento de Rigoberta Menchú en el bicentenario de la independencia

Congratula oír sus relatos y reconocer que la humildad siempre valdrá más que todo el oro o la riqueza material.

Por: Manuel Humberto Restrepo Domínguez

Rigoberta Menchú, Nobel de Paz, en Tunja. Foto | Vía @RigobertMenchu

Rigoberta Menchú, la señora Nobel de la Paz, con su sola presencia llenó de alegrías los auditorios de la ciudad de Tunja, que este 6 de agosto cumplió 480 años de fundada y que ha servido de escenario central para conmemorar desde las academias y el gobierno departamental y municipal el diálogo y el encuentro para celebrar el bicentenario de la independencia de Colombia.

El mojón de derrota al colonialismo, que finalmente nunca se ha materializado, fue la batalla del Puente de Boyacá, del 7 de agosto de 1819, con la victoria sobre el general español Barreiro, propiciada por el ejército libertador de Simón Bolívar. Hoy el país es otro, la Nueva Granada de entonces, que debería haberse convertido en la patria grande y libre de América, es solo un recuerdo y un sueño todavía pendiente.

Los derechos traducidos por Nariño, años atrás, nunca se recuperaron de su condición de llegada, en calidad de ilegales, de afrenta al rey y de hecho delictivo. Así siguen siendo todavía, ofenden al soberano y anunciarlos para reclamar por mejores garantías para vivir con igualdad es motivo de persecución para sus defensores, que son estigmatizados, tratados como delincuentes y asesinados, como lo muestran las abultadas cifras del horror, que por ocurrir, ya no en tiempos de guerra total sino de paz firmada, son aún más oprobiosos y condenables.

Los pueblos, sin embargo, tienen mucho que celebrar a pesar del desprecio del poder y las imprecisiones infundadas por la posverdad que trata de minimizar, ridiculizar y borrar de la historia hasta la misma palabra independencia.

Cizaña, odio y relaciones hipócritas entre gobernantes, es lo que se dibuja todos los días en los diarios, noticieros y redes, que los muestra reunidos, declarando y proclamando alianzas que no consultan las demandas de sus pueblos. Los egos de los gobernantes son profundos, se muestran investidos con un aura de poder sin límites y poco interés por la suerte de sus países durante los próximos doscientos años. Sus actuaciones se alinderan con el modelo contrario, de neocolonialismo, basado en fórmulas extractivistas y depredadoras.

Rigoberta Menchú, la señora premio Nobel de la paz, es una voz de aliento, porque escuchar sus palabras, consejos, historias y recuerdos trae alegría y convoca a volver a la solidaridad y a mantener la esperanza, a volver a creer que es posible diseñar un futuro común, con muchos proyectos educativos que tengan por objeto principal educar al ser humano y saber respetar a todos los que coexistimos en este planeta que se agota y sufre por la avaricia del gran capital.

Hace 200 años en los campos de Colombia y del continente entero, el grito de independencia, comandado por Simón Bolívar, le mostró al país que el sueño de libertad era posible.

A doscientos años retumba en las calles del país ya no un grito de independencia, sino de dignidad y de esperanza por un país soberano, en paz y con derechos para vivir plenamente la vida con dignidad. Por eso fue especial la visita de Rigoberta Menchú a estas tierras, de las que siempre queda la sensación de estar habitadas por gentes humildes, honestas y francas, de ruana y sombrero, con pequeños poblados de calles que parecen detenidas en el tiempo y jóvenes que saben atravesar mundos distantes para ser mejores humanos.

Congratula oír sus relatos y reconocer que la humildad siempre valdrá más que todo el oro o la riqueza material. También llena de felicidad saber que los estudiantes la observan, se acercan, comparten sus afectos y dicen lo importante que es su presencia para un país que quiere la paz por encima de todo.

Gracias, señora Nobel de Paz, por su visita, sus palabras, su tiempo para venir a tierras tan lejanas a su natal Guatemala y encontrar aquí en los rostros del bicentenario esas mismas ganas de ser libres y soberanos.

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1 COMENTARIO

  1. En el pte de Boyacá hoy, lo que hubo fue discursos de mutuas loas, alabanzas y palabrerío lamezuelas, ni siquiera el pueblo tuvo acceso al tertuliadero. Y el pueblo fue el que peleó las grandes proezas libertarias, pero hoy las ratas y los corruptos hampones se arrogante las victorias. Que cínicos, descarados y putrefactos bribones. Un bicentenario de ingrata recordación y de robadera.

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